Un nuevo despertar
- 10 septiembre, 2009
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El constante parpadeo de un semáforo cercano proyecta una atmósfera de apagadas letanías y de silencios únicamente rota por la lejana algarabía de un grupo de jóvenes que aún se resiste a dar por acabada la noche.
Los operarios de la limpieza se afanan en asear las calles y aceras, en desprender el intenso y desagradable olor a orín que se ha instalado por todas partes, en borrar hasta la última huella de todo lo acontecido desde hace unos días y hasta tan sólo unas horas atrás.
Forzada por la fuerza de la costumbre, una pareja camina invadiendo la calzada, pero los vehículos que tímidamente comienzan a ocupar un territorio que normalmente es suyo, les obliga a dirigir sus resignados pasos hacia la acera más próxima.
En posición fetal, recogido sobre sí mismo y apenas abrigado por la capa medio caída, un festero anónimo duerme su borrachera en un portal. Al paso de un vehículo del servicio de limpieza, abre con esfuerzo los ojos, pero lejos de sorprenderse, vuelve a cerrarlos y se gira en busca de una postura algo más cómoda.
Las primeras luces empiezan a despuntar abriéndose paso por encima de la sierra de la Villa. La noche, con su habitual discreción, se retira. Las sombras se evaporan. La penumbra se hace claridad. El día se hace dueño y señor de las horas.
Si algo hubo, ya no está. Si algo se vivió, ya sólo forma parte del pasado. La realidad, para los que se quedaron, pero también para los que decidieron marcharse, es tangible, arisca, dura como la piedra. Porque es día 10, porque es día de resaca festera, y porque apenas veinticuatro horas después, la rutina se nos habrá echado otra vez encima como si de un caballo desbocado se tratase.
Amanece en Villena, y mientras sus ciudadanos se desperezan lánguida y parsimoniosamente, la sensación que todos tenemos es la de estar despertando de un vívido y profundo sueño del que muchos desearían no despertar.