Un hogar que fue suyo

  • 24 diciembre, 2023
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Un hogar que fue suyo

Nunca hasta aquella misma tarde se había preguntado el porqué. Simplemente se había dejado llevar por una inercia incontrolable y luego había transitado por la vida sin más rumbo que el que le impusiera un destino en el que nunca antes había creído. Solo importaba la ración de comida que pudiera conseguir y el techo del que guarecerse de las gélidas temperaturas nocturnas. Nada más.

Pero aquella tarde era diferente. Algo en su interior lo era. Había surgido como una quemazón en el estómago al poco de despertar y, con el paso de las horas, esa incómoda sensación se había transformado en una necesidad, la de regresar a un hogar que había abandonado voluntariamente seis años atrás.

Nunca pensó que acabaría en la calle maldiciendo su suerte y rogando una caridad que no siempre llegaba. Nunca creyó que terminaría siendo uno de aquellos sin techo a los que había ignorado en otros tiempos. Nunca pasó por su mente que ese sería su futuro, tan pagado de sí mismo como siempre estuvo. 

Pero la cuestión es que todo se torció cuando Nerea murió y él solo encontró consuelo en unas drogas con las que ya llevaba jugueteando un tiempo. Pronto llegaron los problemas económicos, las mentiras, y cuando se sintió abandonado por todos, por su hija la primera, se convenció de lo ingrata que era la gente. Quizás, si se hubiera parado un momento a pensarlo, si las drogas hubiera permitido un punto de claridad entre tanto nubarrón, habría reparado en que era él y no los demás quien había dado la espalda al mundo.

Olvidó a esos a quienes había considerado sus amigos. Olvidó que tenía una hija. Olvidó, en fin, su vida pasada y se marchó lo más lejos que pudo de ella. Sin mirar atrás, sin remordimientos, sin una sola lágrima que derramar. Y no se preguntó por qué. ¿Por qué lo hacía? ¿Por qué no era capaz de superar la pérdida de su esposa? ¿Por qué no regresaba junto al único familiar que le quedaba?

Pero aquella tarde todas esas preguntas que habían permanecido latentes en algún lugar profundo de su alma, le asaltaron sin remedio. No tenía respuesta para ninguna, mucho menos para la más importante: ¿Por qué estaba en ese mismo instante parado frente a la puerta de la que una vez fue su casa?

Miró a hurtadillas a través de la ventana y al instante vio a su hija. Sujetaba a una niña pequeña que se sentaba en su regazo. También estaba Jorge, aquel chico que la rondara tiempo atrás y que debía de haberse ganado finalmente su corazón. Alba, su hija, parecía feliz. Todos lo parecían en un hogar que antes había sido el suyo también. 

 Sin embargo, lo que vio aquella tarde de Nochebuena a través del cristal no era solo la típica estampa navideña, sino una familia, la misma que había decidido abandonar por una vida de miseria y abandono. Y lo que comprobó es que el mundo, su hija la primera, había continuado sin él, como si no importara, como si no le importara a nadie.

El síndrome de abstinencia, la que se había autoimpuesto dos semanas atrás, comenzó a susurrarle torticeramente palabras de odio que él quiso acoger en su alma vencida. Se dejó llevar por la rabia, una rabia incontenible que le proponía funestas ideas a las que una parte de él todavía se resistía.

-¿Eres Papá Noel? –preguntó entonces la niña que había visto unos minutos antes en el regazo de su hija.

Esta había salido al jardín para recoger unos juguetes que habían quedado esparcidos sobre el césped. La rabia apenas contenida se hizo a un lado y en su interior solo quedó un vacío infinito que le hizo sentir pena de sí mismo. Pensó en decirle un millón de cosas a aquella criatura que debía ser su nieta, confesarle una verdad que no conducía a ninguna parte. En lugar de eso, asintió en silencio presa de un miedo irracional que no le permitía articular palabra.

-¿Y dónde tienes los regalos? –insistió la pequeña sin dejar de observarle fijamente con dos ojos enormes de búho.

El hombre se miró las manos vacías y luego se encogió de hombros, bajando la vista casi con vergüenza. La niña, no obstante, le sonrió, con una sonrisa radiante, de esas que iluminan con su sola presencia y el abuelo sintió un calor dulce, como el que desprende una chimenea en las noches de invierno.

-Hoy el regalo me lo has hecho tú –dijo al fin el hombre respondiendo a la sonrisa de la niña con otra desdentada pero igual de sincera.

Luego, se dio la vuelta y se marchó, no para transitar de nuevo por una vida triste y desnortada, sino con la firme convicción de que algún día volvería a pisar aquel jardín, pero lo haría siendo la persona que una vez fue, regresando a un hogar que antes también fue el suyo. 

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