Manifiesto en la concentración contra la tortura de toros en Villena
- 24 septiembre, 2025
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Hoy estoy aquí con el corazón pesado. Han pasado veinticinco años desde aquellas primeras manifestaciones antitaurinas en Villena. Veinticinco años de voces alzadas, de pancartas, de discursos, de concentraciones que buscaban abrir grietas en este muro de silencio y de violencia. Y sin embargo, veinticinco años después, sigo encontrándome en el mismo lugar, frente a la misma plaza, frente al mismo dolor.
Confieso que me siento cansada. Cansada de salir a la calle, de repetir una y otra vez lo evidente, de mostrar la vergüenza de esta crueldad mientras Villena sigue como si nada. Cansada de la impotencia, de ese vacío que queda después de cada protesta, cuando las paredes de esta plaza vuelven a cerrarse sobre los cuerpos de los toros.
Pero a pesar de este cansancio, sigo sosteniendo una convicción que me atraviesa por entero: la violencia hacia los animales no es una violencia más. Es la primera, la más primitiva, la más reveladora de lo que somos capaces de hacer. Es la semilla que germina después en tantas otras formas de violencia: hacia la tierra, hacia el agua, hacia los bosques, hacia los pueblos y naciones, hacia los propios seres humanos. Por eso creo que erradicar esta violencia no es un detalle menor, sino la raíz de un mundo distinto. Educar en la compasión hacia los animales es aprender la compasión hacia todo lo vivo.
Y sé también que, cuando una persona tiene capacidad de acción, está llamada a evitar toda forma de violencia. Hoy esa violencia se inflige contra unos animales, y no podemos mirar hacia otro lado. No es una cuestión menor ni secundaria: es la primera fractura en la sensibilidad, el primer quiebre ético que normaliza lo intolerable. Educar en el amor hacia los animales —sin distinción de especies—, en la empatía y en la compasión, no es un gesto sentimental, sino una estrategia de transformación social y cultural. Allí donde se cultiva la ternura hacia los más vulnerables, brotan comunidades más pacíficas, justas y solidarias entre sí, con el medioambiente y con toda forma de vida. Lo contrario también es cierto: cuando a un niño se le expone desde temprano a la violencia contra los animales, su sistema de valores se endurece, aprende a banalizar el sufrimiento y lo incorpora como norma en sus relaciones. Así se gesta una cultura de la crueldad que alimenta después tantas otras violencias. Y es por eso que hoy estamos aquí, a las puertas de este espectáculo: porque sabemos que detener esta violencia primera es condición necesaria para que pueda existir un mundo distinto.
Y sin embargo, hoy no he venido solamente a denunciar. Hoy he venido a algo más íntimo, más esencial para mí. He venido a acompañar. En este mismo instante, aquí, a unos metros de mí, seis toros están siendo heridos, torturados, arrastrados hasta la muerte bajo la luz de los focos y las risas de quienes lo celebran. Y no puedo hacer otra cosa más que estar presente. Estar con ellos. Acompañarlos desde mi vigilia, desde mi espiritualidad, desde esa fuerza invisible que nace del amor y del dolor compartido.
Siento la necesidad de entregarles mi energía, de decirles en silencio que no están solos, que alguien está aquí, junto a ellos, llorando con cada gota de sangre que se derrama sobre la arena. Que alguien les ama. Que alguien les ve. Que alguien les honra.
Quiero pedirles perdón. Perdón por nosotros, los humanos. Perdón por quienes desde las gradas aplauden el tormento y convierten su muerte en un espectáculo. Perdón por quienes enarbolan el nombre de Jesucristo y de la Virgen de las Virtudes mientras repiten la misma escena de sacrificio. Porque hoy cada toro es crucificado como lo fue Cristo, rodeado de burlas, de risas, de un público que goza ante su sufrimiento. El eco de los fariseos resuena aquí, en Villena, veinticinco siglos después.
Y yo necesito estar aquí para contradecir ese eco. Para decirle a cada toro, mientras respira por última vez, que existe otra humanidad. Una humanidad capaz de amar, capaz de compadecer, capaz de llorar con ellos. Esa humanidad no se sienta en la grada, ni empuña la espada, ni se mancha las manos de sangre: esa humanidad está aquí, de pie, en silencio, sosteniendo su mirada, acompañando su dolor.
No puedo cambiar el desenlace. No puedo devolverles la vida. Pero puedo estar con ellos, y puedo amarles. Ese es mi acto de resistencia, mi forma de protesta más profunda: amar hasta el final. Amar en cada lágrima, en cada suspiro, en cada gota de sangre que caiga sobre esta tierra.
Hoy, mi manifiesto no es solo un grito. Es una vigilia. Es un abrazo invisible. Es un compromiso silencioso que dice: mientras exista un animal torturado en esta plaza, habrá también alguien que lo ame, alguien que lo acompañe, alguien que no lo olvide.