Un último servicio
- 21 febrero, 2016
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Desde su privilegiada tribuna, la misma que lleva ocupando hace ya muchas décadas, otea el horizonte; observa, a través de sus ojos de piedra, el devenir de los acontecimientos, el paso errático de tantos cientos de humanos que, a diario, tiran de un lado para otro el carro de su existencia. Y lo hace con indiferencia, casi con lástima, sabedora de que, una mañana cualquiera, serán otros los que pasen mientras que, ella, dotada del don de la eternidad, continuará impasible en el mismo lugar en que fue colocada.
Su memoria de piedra no le impide recordar aquella primera vez, aquellos primeros rostros, cuando el edificio era más pequeño y el encanto era mucho mayor. Manolo, su primer amo, era entonces quien regentaba el establecimiento. Su olfato es capaz de evocar todavía el característico olor de los churros recién hechos; en su oído, retumba aún el bullicio que armaba el gentío congregado los domingos por la mañana para llevarse su acostumbrada media docena.
Luego llegaron los cambios, en especial el del edificio. Es cierto que, aunque el viejo quiosco tenía un encanto especial, el aspecto del nuevo también fue de su agrado desde el primer día. Así que, una vez hecha la mudanza, se arrebujó buscando una postura cómoda, ya que solo la eternidad la esperaba.
Durante los siguientes años, muchos, todo continuó como si nada hubiese cambiado. Solo los rostros iban y venían hasta desaparecer y ser sustituidos por otros nuevos. Pero no las costumbres; al menos la de madrugar para llevarse la media docena.
Y cuando creía que su mundo seguiría girando de la misma manera rutinaria hasta que ya nada quedara, sucedió lo inesperado: el quiosco cerró y, al hacerlo, se marcharon el aroma de los churros recién hechos y el bullicio de los clientes. A partir de ese día, jugó a entretenerse con el incesante ir y venir de la gente por la Corredera, pero no era lo mismo, nada era lo mismo.
Un buen día, cuando el polvo ocupaba todos los espacios, el quiosco abrió sus puertas de nuevo; solo que ya no había aroma a churros ni medias docenas. Ahora era otro el propósito, pero no le importó, porque fuese cual fuese la nueva actividad, tenía algo que ver con los humanos más jóvenes y, ella, siempre había sentido debilidad por esos pequeños especímenes que tanto alegraban sus tardes de verano.
Sin embargo, el paso de los años trajo un nuevo cierre que, esta vez sí, se le antojó definitivo. Hubo algún intento postrero sin mucho éxito. Fue entonces cuando la vieja paloma de piedra llegó a creer realmente que ya no le estaba reservada la eternidad; que el día menos esperado, llegarían las crueles máquinas humanas para hacer desaparecer el quiosco y a ella misma. Lo había visto hacer en el pasado con otros edificios emblemáticos como el hotel Alicante. De haber podido, habría salido volando para huir en busca de tiempos mejores, pero sus inútiles alas de piedra, no le permitían realizar vuelo alguno.
Y cuando ya había perdido la esperanza, oyó una conversación aislada, quizás traída por una ráfaga de viento. Había intención, decían aquellas esperanzadoras palabras, de volver a abrir el quiosco para la venta de unas toñas que servirían para ayudar a reformar el viejo asilo cercano. Una lágrima resbaló de su ojo derecho al pensar que aún tendría la oportunidad de un último servicio. Y con esa idea en su cabeza imaginó que, después de todo, sí que llegaría el día en que pudiera remontar el vuelo, un vuelo etéreo y eterno.