Lamentos en el silencio
- 26 junio, 2012
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Cuando uno entra a una casa deshabitada tiene la sensación de que el tiempo se congela. Cada rincón, cada estancia de la vivienda permanece en silencio, en constante armonía con el olvido. La vida que hubo se nos muestra a cada momento pero sin atreverse a salir del todo. La cubertería, el sofá, el viejo tocadiscos; los objetos que fueron de la vida cotidiana de las personas aguardan pacientemente con la falsa esperanza de volver a ser usados alguna vez.
La primera vez que tuve esa sensación fue cuando de niño irrumpí en la casa de las Fuentes aprovechando que un incendio se había cebado con la puerta principal. Recuerdo vivamente y todavía me sobrecoge la expresión severa de que me dio la bienvenida. El retrato en sepia de una señora colgaba de una de las paredes y en sus ojos podía ver claramente su gesto recriminatorio ante mi intrusismo en el que era su hogar.
Soy de los que creen que cada objeto tiene su propia alma. Quizá por ello, y a pesar de su gesto circunspecto, sentí lástima por aquella mujer retratada. Detrás de ella había toda una vida que yo ignoraba, pero también muchas décadas de olvido entre el silencio y el polvo de la casa. Estoy convencido de que su alma, a pesar de los años transcurridos, aún esperaba la llegada de una cara amiga que la rescatara del ostracismo. Todavía hoy me pregunto por el destino de aquel retrato.
La última vez que he tenido la sensación de estar sumergiéndome en las aguas de un tiempo congelado fue hace unos días, en una visita a casa de mis abuelos, fallecidos hace unos años. Ya había estado antes, pero en esta ocasión la experiencia fue más intensa. Todos los objetos estaban en su sitio, sometidos a la cadencia del silencio; sin embargo, si se prestaba la suficiente atención se podían escuchar sus lamentos.
La butaca del abuelo, junto a la ventana del salón, se esforzaba por mecerse. El reloj de pared, eternamente congelado a las nueve menos veinte, se afanaba en hacer que sus saetas se movieran, siquiera un milímetro. El teléfono, cuya línea hace mucho que dejó de funcionar, parecía emitir un sonido lejano y amortiguado, como si una voz apagada quisiera abrirse paso para ser escuchada.
Los fantasmas de lo que una vez tuvo vida se manifiestan a poco que les demos la oportunidad. Es justo que escuchemos los que nos tienen que decir. Al fin y al cabo, nos recuerdan que también ellos formaron parte de la existencia de nuestros antepasados, de los seres queridos que tiempo atrás nos dejaron.