Este vacío

  • 15 septiembre, 2023
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Este vacío

La plaza de Santiago está repleta de gente, pero él solo siente la soledad. El gentío congregado alrededor llena el espacio de voces, gritos, algarabía… pero él solo escucha el silencio. Solo percibe este vacío que no es capaz de explicarse y que no sería capaz de explicar a quien le preguntara sobre el particular en ese mismo momento. La música ha cesado y algo en su interior ha dejado de sonar con ella.

Es día 9 por la tarde y la atmósfera huele a fin, a despedida, pero en su caso es distinto. Fundamentalmente porque no volverá a hacer lo que tanto ama, lo que ha llenado sus desfiles durante cuarenta y cinco años. Y no lo ha hecho tan mal, se dice a sí mismo. Once premios a mejor cabo del Bando Moro a pasodoble así lo refrendan.

Y el caso es que nunca pensó que sería cabo de su comparsa. O, al menos, no lo pensó durante un tiempo. Siguiendo la estela de su hermano, había cambiado la pluma por la cuchara hacía unos años para disgusto de su padre. Es cierto que todavía tuvo un último momento festero a su lado antes de que la muerte decidiera venir a por él apenas un mes más tarde, pero ni siquiera entonces pensó en la posibilidad de continuar una tradición de la que su familia era la gran protagonista y que había quedado interrumpida tras el fallecimiento de su tío primero y de su padre tres años después.

Por eso lo pilló desprevenido la visita del presidente de la comparsa aquella calurosa tarde de un junio de 1979. Porque no la esperaba ni pasaba por su cabeza la propuesta que venía a hacerle. Ser cabo de los Moros Viejos. Continuar con la costumbre de que un Tito abriera las Fiestas. Algo grande. Algo único. Algo de enorme responsabilidad.

Solo él sabrá el debate interno al que su mente se vio sometida desde aquella visita hasta que decidiera aceptar la propuesta. Solo él, también su familia, sabrá los nervios y las dudas que abría de pasar hasta que la música que ahora acababa de cesar, arrancara un día cinco de cuarenta y cinco años atrás para dar inicio a la Entrada.

De lo que pasó después, la historia festera se ha encargado de contárnoslo, pero la cuestión es que el tiempo fue transcurriendo y la propuesta hecha aquella tarde de calor quedó demostrado que fue un acierto. Ambos, quien la hizo y quien la aceptó, se miran entre el gentío de la plaza y asienten al mismo tiempo en estrecha complicidad.

Luego, el cabo que hoy mismo deja de serlo, aunque lo sea para siempre, respira hondo y se encamina a su casa en compañía de los suyos, entre felicitaciones y aplausos, sintiendo este vacío que crece muy adentro, ese vacío que no desaparecerá pero con el que tendrá que aprender a convivir. Y por la calle llena y ruidosa le acompaña la soledad y el silencio de la música que ha cesado. 

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