Desde la distancia

  • 23 junio, 2009
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La calma se hace dueña de la tarde. A duras penas, un par de nubes inquietan la inevitable claridad de un cielo propio del final de la primavera. Su paso, el de las nubes, es lento, parsimonioso, derrotado. Una leve brisa, apenas perceptible, hace contonearse tímidamente al romero, dejando en el aire el indescriptible olor de las últimas lluvias caídas.

No muy lejos de allí, la ajada sombra de lo que en su día fue el castillo de Salvatierra, se esfuerza por recortar su perfil en la piedra. Por suerte o por desgracia, la memoria es un ser vivo que, en ocasiones, nos traiciona para entregarnos al deterioro y al olvido.

Si uno se detiene un momento a escuchar, distingue el sordo y constante murmullo de los coches que circulan por la autovía, o el indolente tañido de las campanas de alguna de las iglesias. Y si se escucha todavía con mayor atención, hasta es posible percibir el latido de la ciudad, señal inequívoca de que, aun en la distancia, Villena nos muestra que está viva.

El caminante decide sentarse tras una ardua lucha contra la montaña por ascender hasta su cima. La agitada respiración y el punzante calor en sus piernas le recuerdan que su cuerpo ya no está para según qué esfuerzos. Aún así, respira hondo y, cerrando por un instante los ojos, alcanza una sensación de bienestar que brevemente le hace olvidar todos sus achaques.

Llega entonces la necesidad del recuerdo, de volver la vista atrás en busca de otros días que inexorablemente el tiempo amarillea y acartona con su lento e inefable caminar. Y su memoria le lleva casi sin remedio a cuando era niño y, como ahora, se encaramaba a lo más alto de la sierra de la Villa tratando de encontrar la soledad de sus pensamientos.

Cuando abre de nuevos los ojos, se topa con la imagen de Villena en la distancia. Cada detalle le es absolutamente familiar y, sin embargo, ahora que ha vuelto a la intimidad de la montaña tras tantos años sin hacerlo, tiene la sensación de que la ciudad que observa no tiene nada que ver con aquélla que le vio nacer y en la que ha vivido toda su vida. Incluso él mismo se siente un extraño dentro de su propio cuerpo, como si fuera un ser redivivo que tras emprender un largo viaje, hubiera vuelto a sus orígenes.

Se incorpora con esfuerzo y dedica una última mirada a la ciudad, una ciudad que, obligada por las circunstancias, crece abriéndose paso a lo largo. Y desde la perspectiva que le proporciona la altura, el caminante se siente poderoso y ese sentimiento, aunque sepa que es completamente irreal, le reconforta. Después, vuelve sobre sus pasos e inicia el descenso que le lleve a convertirse en una pequeña mancha más diluida en la distancia.

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