Buzón vacío

  • 26 enero, 2024
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Buzón vacío

El otro día, al abrir el buzón, me encontré con una carta del Ministerio de Hacienda. Enseguida se me pusieron, como comúnmente se dice, los pelos de punta. No es para menos. Cuando instituciones como el fisco se acuerdan de uno, no suele ser para nada bueno. Por fortuna,  en este caso solo se trataba de la confirmación de un trámite que había realizado con anterioridad, pero la cosa podía haber sido peor.

A poco que lo pensemos, nos daremos cuenta de que en eso se ha convertido el buzón, en un lugar donde se custodian las malas noticias. Apenas es usado ya por organismos públicos y bancos para informarnos amablemente de que, en breve, nos van a cepillar de nuestra cuenta corriente una estimable suma de dinero. Para tal fin, pero también para que se cuele la propaganda, esa que misteriosamente ha conseguido burlar el cortafuegos que supone la bandeja metálica que hace unos años instalaron la mayoría de comunidades de vecinos a la entrada del edificio para que se depositaran en ella esos molestos panfletos publicitarios que poco o nada nos interesan.

El paso de los años, el progreso, han traído consigo que objetos cotidianos, objetos que formaban parte de nuestra vida y que resultaban esenciales para la misma, hayan sido relegados hasta prácticamente desaparecer. Si antes le pasó a las cabinas telefónicas, primero olvidadas y luego erradicabas del suelo público, ahora es el turno de los buzones, nexo de unión en la distancia en tiempos que ya se nos antojan remotos.

Siempre hubo algo de romántico en aquellos pequeños recipientes. Lo había cuando los nuevos vecinos llegaban al edificio y ponían de inmediato el letrerito con su nombre tras el plástico amarillento, como una suerte de toma de posesión. Y la había después cuando, en una costumbre mecánica, se abría el buzón para descubrir las noticias que aguardaban dentro. Y cuando al hacerlo, al desvelar los secretos ocultos en la pequeña oscuridad que se escondía en el interior, se encontraba una carta manuscrita de algún familiar, de algún amigo, de algún hijo que estaba haciendo el servicio militar o estudiando fuera, la ilusión se desbordaba.

Especialmente significativas eran las felicitaciones navideñas. Nada que ver con los actuales mensajes de whatsapp, reenviados de manera masiva y carentes de todo sentimiento. En aquellas hojas impresas, en aquellas postales bellamente decoradas, había un calor que ni el tiempo ni la distancia habían conseguido atenuar pese las vicisitudes vividas por la carta desde que saliera de su origen hasta que llegaba a su destino.

Ahora los buzones permanecen vacíos, famélicos por no tener qué llevarse a la boca o presa de la indigestión por alguna factura bancaria. Su oscuridad es silencio, es frío, es olvido. Pronto solo quedará el recuerdo. Pasaremos por su lado sin reparar quizás en ellos hasta que un día, lo que nos llame la atención sea la marca dejada en la pared cuando alguien haya decidido poner fin a sus días y sean retirados como antes fueron retiradas las cabinas.

El progreso decía algo más arriba. Tal vez. Pero mientras avanzamos, no debemos dejar de recordar lo que dejamos atrás porque es la única manera de tomar el camino adecuado.

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