HACE UN AÑO

  • 23 mayo, 2021
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HACE UN AÑO

Quizás por estas mismas fechas, quizás en cualquier lugar.

Salió al balcón sintiendo que el llanto amenazaba con escapar sin remedio. Debía admitir que no estaba viviendo su mejor día. Y no porque los anteriores hubieran sido mejores, ni porque los que estaban por venir tuvieran visos de serlo.

No había una razón concreta para que ese fuera un día diferente a los demás. Simplemente se había levantado con el ánimo por los suelos,  más que de costumbre. Al despertar, la ausencia del otro lado de la cama se le había antojado más profunda y descarnada.

Se obligó a contener la humedad de sus ojos, se obligó a aplaudir movido por el eco constante de las ventanas vecinas, se obligó a aparentar una normalidad que no era tal y que nadie le había pedido.

Dos meses desde que comenzó el confinamiento, tres desde que había enterrado a su esposa. Un cáncer galopante, de esos que tienen prisa por acabar su trabajo, de los que apenas dejan despedirse del ser querido. Y él no pudo. Al menos, esa era la sensación que le había quedado desde la mañana del entierro.

Si dura fue la pérdida, más dura fue la ausencia que vino después. Y más duro todavía el vacío presente en una casa de la que ahora no podía escapar.

Y luego estaban las hijas y los nietos. Hacía tanto que no veía ni a las unas ni a los otros que, a veces, le asaltaba el temor a morir sin haberse podido despedir tampoco de ellos.

El sonido del portero automático le hizo volver a una realidad de la que, por mucho que se esforzara, no conseguía librarse.

—Soy yo, papá —le dijo la mayor de sus hijas desde la calle—. Te dejo la compra en el ascensor.

Ese era el único contacto que mantenía con ella y con su hermana: el sonido eléctrico de un telefonillo y el parsimonioso runrún del ascensor proveyéndolo de comida y otros productos necesarios.

Trató de sacudirse esos funestos pensamientos y se dispuso a sacar el contenido de las bolsas. Eso al menos le servía de distracción aunque fuera por un rato. Para su sorpresa, en el fondo de una de ellas se encontró con un objeto inesperado. Era uno de esos chismes que sus nietos usaban para jugar y ver películas.

—¿Qué demonios quieres que haga yo con esto? —le preguntó a su hija en cuanto esta descolgó el teléfono.

—Tú enciende la tablet con el botoncito negro que hay en el lateral, a la derecha, y luego te iré diciendo lo que tienes que hacer.

Obedeció a regañadientes, pero con precisa diligencia, todas y cada una de las instrucciones que fue recibiendo. En un momento dado, como por arte de magia, en la pantalla aparecieron sus nietos con una sonrisa que le iluminó el alma.

Habló con ellos y con su madre, se rieron juntos. Incluso permitió que escapara una de esas lágrimas contenidas tanto tiempo. Y, cuando llegó la hora de dormir, concluyó que, después de todo, aquel había sido un buen día.

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