Miedo
- 2 octubre, 2012
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En una entrevista realizada por Jordi Évole, en su programa Salvados, al lúcido y nonagenario profesor José Luis Sampedro, éste denunciaba con amargura que lo que le ocurre a la ciudadanía es que tiene miedo. Un miedo, fruto de los difíciles avatares que vivimos y que hacen que la persona deje de actuar, deje de protestar y de rebelarse ante el poder, este poder establecido y afincado desde la impostura y la mentira. El autor de “La sonrisa etrusca” y “La vieja sirena” clama contra ese maleficio que impregna la sociedad y que nos atenaza hasta el límite de impedirnos la movilización y el desafío ante el cúmulo de recortes y vileza con que nos obsequian nuestros gobernantes. Miedo, mucho miedo a perder lo poco o mucho que tengo, miedo a arriesgarme a la denuncia que se puede volver en contra, miedo a gritar en la calle no vaya a ser que salga dañado, miedo a que me confundan con los desheredados, a que me vean protestar aunque sepan que aún sobrevivo, a que me tachen de iluso, de ingenuo que se cree cuatro proclamas en cualquier asamblea callejera, miedo, mucho miedo a identificarme con quien no quiero que me asocien y pierda mi estatus. Ciertamente el poder es muy listo y sabe que en épocas de recesión el miedo es regulado por uno mismo, no necesita policías externos. Así, con estos mimbres se teje el cesto en el que cobijarnos del chaparrón que, bajo los ropajes del paro, de un presente sombrío y un futuro sin expectativas, nos acoge.
Sé, con todo, que no es nada fácil el poseer la frialdad necesaria y el temple para abordar con arrojo las vicisitudes actuales. Un padre de familia que pasa a engrosar las filas del paro no está en las mejores condiciones para apoyar la huelga, sabe que la hipoteca y los hijos estudiando le quitan el sueño. En la empresa nadie o casi nadie se mueve ya que cualquier palabra de más o insinuación lo puede condenar a la calle. Son, estos, momentos en los que el capitalismo feroz y criminal impone su ley: ¡un ejército de parados que está dispuesto a trabajar en peores condiciones laborales!, o simplemente a trabajar en “lo que sea” con tal de arrimar el hombro a la desolación. Malos, malísimos tiempos.
Hoy día que, desgraciadamente, nos interesamos por la famosa prima de riesgo, por las agencias de calificación y los vaivenes de la bolsa, observamos con tremenda perplejidad como los poderes públicos mienten con un descaro inaudito, prometen algo que luego no sólo incumplen sino que ejercitan al revés, que, al amparo de medidas llamadas de “ajuste”, se llevan por delante conquistas sociales largamente arañadas del poder omnímodo del capital. Estamos asistiendo a una mascarada perfecta en la que las palabras pierden su significado, el mismo “ajuste” que no es sino recorte puro y duro, por ejemplo. Miedo para decir basta a este teatro en el que un nutrido grupo de actores representan una función en la que la ciudadanía asiste para pagar la entrada y aplaudir. Si no cómo es posible que haya calado tanto el “hemos vivido por encima de nuestras posibilidades”. ¡Magnífico, viva, hurra!. ¡Aplausos!.
No señor, no hemos vivido por encima de nuestras posibilidades, hemos vivido. Pero el artefacto ya ha hecho efecto, nos culpabilizamos de la debacle y el tramposo sale ganando. Vean si no el asunto de la llamada deuda pública, o sea la de todos los españoles: resulta que el Estado, que no tiene problemas financieros, le presta cantidades millonarias a los bancos que sí la tienen; estos se capitalizan e intentan sanear sus cuentas y otros son rescatados por el Estado, que comienza a tener problemas de solvencia; se recurre a los llamados mercados para financiarse, pero a mayores intereses; se entra en una espiral en la que se ataca la deuda soberana; hay que solicitar un rescate, ahora no de los bancos sino del Estado o parte de él; y ¿quién es el Estado?, usted y yo, o sea como avalistas, y ya sabe qué pasa si el titular (el Estado) no paga. ¿Comprendido?. El avalista es, nuevamente, usted y yo, que tenemos que pagar con recortes y frustraciones profesionales de empleo, de familias rotas, de jóvenes en el paro, de nuevos emigrantes con títulos universitarios, con vergüenza al acudir a Cáritas para que te den comida, estos inmigrantes que antes eran bienvenidos y utilizados en la construcción y como cuidadores de nuestros familiares se ven rechazados y fuera del sistema de salud…
Por todo ello es por lo que el profesor Sampedro proclama que hay que perder el miedo a la denuncia, incluso en las condiciones adversas actuales. Nadie está exento de padecer el rigor de la pobreza, ¿cuándo me tocará a mí?. Soy consciente de lo que escribo y no estoy en posesión de ninguna verdad, pero opino que algo debemos hacer, quizás empezar por quitarnos la palabra, la maldita palabra miedo de encima.