El pasado que se va

El tiempo pasado tiende a ponernos en perspectiva de tal manera que, solo cuando algo ha quedado atrás en el camino, somos capaces de valorarlo en su justa medida. Hasta entonces, mientras no es más que un compañero en el viaje, tenemos la fea costumbre de ignorarlo, cuando no de despreciarlo.

Es esta, una fea costumbre, sin duda, que aplicamos sobre las personas, pero también con objetos inanimados y con lugares. La cuestión es que, para cuando queremos ser conscientes de la pérdida o de la ausencia, ya es demasiado tarde para el lamento y aquello que creíamos seguro e inamovible, no es más que un recuerdo.

Se nos van las personas como también se nos van los lugares. Si ayer debíamos llorar la desaparición de otros establecimientos simbólicos como el cine Cervantes o el Tío Frasquito, hoy son Benito Pardo o El Pelailla los que nos hacen sentir una punzada de melancolía. Especialmente significativo, en mi caso, resulta el definitivo cierre del almacén de disfraces por excelencia.

Echando la vista atrás, debo reconocer que muchos de los recuerdos relevantes que conservo en mi memoria, están vinculados al establecimiento que, durante tantos años, regentaron Mari y Vicente en la calle San Sebastián. Desde los artículos de broma o los petardos de la niñez hasta los disfraces ya con  más edad, muchas son las ocasiones en que he tenido que recurrir al Pelailla.

Sin embargo, lo que más me afecta del cierre, es el lado emotivo. En los últimos años he tenido el placer de tratar más a fondo a Mari por la amistad que le unía a mi familia política; he podido conocerla mejor; he pasado como ella, momentos amargos que coincidieron en el tiempo. Estoy convencido de que, cuando mi camino me haga pasar por delante del lugar que un día ocupó El Pelailla, no podré evitar que una sombra de melancolía me recuerde que, en un tiempo no tan lejano, fue compañero en ese camino.