Mens sana, please

  • 23 abril, 2022
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Mens sana, please

Mucho se ha estado hablando y ojalá se siga hablando, sobre la salud mental y los terribles efectos que sobre ella está teniendo la pandemia. Se piden recursos y más atención por parte de las administraciones públicas porque el problema ya existía antes pero con el confinamiento, la inestabilidad económica y laboral, el vaivén de medidas, restricciones, datos sobre contagios, y la inseguridad que nos rodea, a todos se nos está yendo un poco la chaveta. 

En nada ayuda que se haya hecho recaer sobre nosotros la responsabilidad de evitar los contagios con el uso de mascarillas, pasaportes…Que también debamos decidir si vacunamos o no a nuestros hijos menores, descargando la organización de la vacunación en los centros escolares. Las informaciones contradictorias, los fallecimientos de amigos y familiares que no cesan.

No es difícil encontrarse con alguien que nos cuente que ha desarrollado fobia social, que no va a bares, que no soporta el contacto con extraños, que se parapetan tras la mascarilla como si les fuera  la vida en ella, que nos cuesta salir de casa, que nuestros pensamientos son más erráticos, que hay una tendencia a la radicalización motivada sin duda por el miedo.  Estamos desubicados en tiempo y espacio. Nos cuesta situar los acontecimientos en una fecha exacta porque es como si no hubieran pasado los años de uno en uno, sino una etapa entera de nuestra vida englobada en un trienio maldito.

 A veces  la tristeza te invade de repente o tienes la sensación de que vives una vida que no es la  tuya, que estás haciendo cosas que no harías por voluntad propia sino por condicionantes externos. Necesitas  salir corriendo. Te apetece  dejar todo atrás e irte  lejos;  aislarte del mundo en un pueblito, en una montaña. Esa presión en el pecho, los nervios en el estómago, la falta de aire. Si lo sientes, tranquilo, puede ser algo transitorio o no.

Probablemente si te animas a  hablarlo con amigos y familiares te dirán que te animes, que todo pasa, que no tienes motivos para estar así, que las cosas te van bien, que lo que tú tienes no son problemas, que mires a fulanito o menganito, que esos, esos sí están mal. Y con cada una de esas afirmaciones tú te irás sintiendo más culpable, más pequeño. Y no sabrás explicar que no puedes hacer nada para detener esa sensación de angustia, que tú lo intentas pero tu cerebro no obedece. Que tratas de comunicarte con tus órganos para que dejen de dar patadas, respiras y respiras pero nada cambia. 

Un día vas al médico, le cuentas lo que sientes y te dice que no tienes que pensar así, que te relajes, ejercicio físico y meditación. Buenas y sanas recomendaciones, no digo que no, pero igual necesitas algo más y teniendo suerte, te recetarán unos ansiolíticos o relajantes para que puedas conciliar el sueño. Pero no te podrá derivar a la unidad de salud mental porque o  no estás tan mal o, la atención está saturada. Y es difícil determinar la gravedad de los problemas mentales porque en muchas ocasiones no dan la cara, existen en nosotros aunque seamos “asintomáticos”, ese término que tan de moda se ha puesto en nuestro vocabulario pandémico. Un buen día se dispara el automático, y a liarla parda. Entonces sí, entonces pasas a ser un “enfermo mental” y te prestarán en el mejor de los casos una atención especializada. ¿Dónde? Donde sea, aunque no sea en un centro especializado, quizá te toque ir dando tumbos unos meses…pero algo harán, o no.

En otras ocasiones, los síntomas son muy  visibles para los demás pero no para los propios afectados. Delirios, voces interiores, picos de euforia alternados con otros de absoluta apatía, y extrañamente quienes los padecen no se reconocen como enfermos. Suelen ser las parejas, los amigos y familiares quienes deben adoptar la decisión de intervenir. Les llevamos a hospitales, centros psiquiátricos y nos dejamos con ellos la culpa, el sentimiento de haberlos engañado, traicionado y volvemos a casa con la esperanza de que mejoren y entiendan que lo hacemos por ellos. Entonces también nosotros soportamos la presión y acusamos sus efectos. También  necesitaremos   apoyo.  

Y ojito con decir que “tomas pastillas” prescritas por un psiquiatra. No se entiende mucho, da un poco de grima porque  tenemos la idea preconcebida de que las pastillas  anulan la voluntad, nos transforman en seres alienados, nos adormecen. Pero son medicamentos que actúan para reparar, reequilibrar niveles, regular hormonas…para después reeducar.

Así que, a cuidar “esas cabesitas locas” porque parece ser que aún nos queda bicho para rato y deciros que no es signo de debilidad pedir ayuda cuando  la necesitemos ni tomarla cuando nos la ofrezcan.  

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