Feliz normalidad, muchacho

  • 22 julio, 2020
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Feliz normalidad, muchacho

Hoy es mi cumpleaños. Cuarenta y nueve castañas. No es mal número, ya te sabes de memoria los cuarenta y no te pilla nada de susto. No hay mucho que contar del 48 al 49. El año que viene, con el cambio de década, ya veremos. Asustado, lo que se dice realmente asustado, no estoy, pero sí temeroso, algo que resulta normal si tenemos en cuenta qué esperábamos de este año y qué es lo que este año nos ha dado. No sé cuántas enseñanzas me propuse sacar de todo lo vivido pero creo que muchas se me han ido cayendo por el camino, y qué camino, madre mía, ¡qué camino!
Si hay algo de todo lo que he aprendido que llevo grabado a fuego es que el tamaño verdaderamente no importa. Se puede ser muy letal siendo un bicho invisible al ojo humano. Y que no es bueno ni mentalmente saludable, hacer planes a muy largo plazo, dudo que lo sea hasta hacerlos a medio plazo. Vamos día a día, que en menos de lo que canta un gallo te recetan un confinamiento y la vida se detiene, en el mejor de los casos, si no se te escapa a chorros antes, por la enfermedad. Esto ya lo sabíamos antes del (o la) COVID-19, pero ha sido como una bofetada de realidad en todos los morros ( o labios, si no eres muy animal).
Así que, después de perder a personas tan de hacerse querer y admirar como Pau Donés, Rosa María Sardá y Carlos Ruiz Zafón en tan poco espacio de tiempo, y resonándome, sin cesar, en los pabellones auditivos la voz quebrada del de Jarabe con “eso que tú me das”, tengo que sentirme agradecido con la vida y en un impulso de querer disfrutarla con los que quiero, hace tan sólo unos días decidí coger a mi prole, adelantar la celebración de mi cumpleaños y ver en directo cómo se vive esta nueva normalidad (de nombre deprimente) en un hotelito de costa para familias de clase media.
De primeras esa “nueva normalidad de vacaciones en la costa” es como las nuevas normalidades de aquí, mascarillas y mamparas en la recepción, alfombras desinfectantes y gel hidroalcohólico por cada rincón. Geles hasta en los ascensores, que sólo pueden utilizar “grupos familiares”. En las habitaciones, igualmente utilizadas por “grupos familiares”, ningún problema. En las zonas exteriores, uso de mascarilla, desinfección continua de mobiliario, hamacas, camas balinesas y sillas, también de los baños, y en la piscina, limitación del aforo, que tampoco se notó mucho, y tal vez el agua, algo más clorada de lo habitual. Pero no como para provocar reacciones alérgicas. Lo de las piscinas es curioso, si nadas hay que limitar el número de nadadores por calle o “lámina de agua” (nomenclatura idílica donde las haya), pero si nos bañamos a bulto, podemos andar unos cerca de otros, incluso algún rocecillo de codo con codo, culete con culete puede darse si el espacio es más bien limitado y queremos hacer un Esther William.
El verdadero choque con la nueva normalidad vacacional me vino en la zona con la que siempre sueño en un hotel, el bufete libre. Se acabó aquello de picotear un poco de esto y aquello, llenar el plato más allá del borde, mezclar todo en uno para no tener que levantarse, vueltas y vueltas a los pasillos hasta que terminas decidiendo qué escoger porque todo es apetecible. Se acabó en el momento en el que se colocan mamparas delante de las bandejas de comida, es el personal el que te da los platos limpios, te sirve la ensalada o las aceitunas y los agrios, mientras tú tienes un ojo aquí y otro en el siguiente mostrador que es el de los entrantes, y no llegas a ver el de los platos cocinados por la dichosas mamparas y por esa pegatina o marca del suelo que te mira amenazante, con la arrogancia de quién sabe que tienes que respetar la dichosa distancia de seguridad con el indeciso de delante, que no termina de optar por la carne o el pescado, las verduras hervidas o algo con mayor dosis de colesterol. Impaciente, con una contractura muscular de tanto estirar y estirar el cuello, vuelvo a la mesa desilusionado, ni siquiera me ha apetecido que me pusieran en el mismo plato la paella, la fritura de pescado y el filete empanado. ¿Pero en qué clase de “bufetero” me he convertido? ¿Qué soy? Y en el desayuno no fue mejor. Nada de largas colas delante de la tostadora, nada de escoger tu propia bollería, nada de llenar los boles de cereales y frutos secos, nada de dejar que la leche o el café salgan a borbotones de las máquinas. Todo servido bajo la estricta vigilancia del jefe de sala y rodeado de mamparas y geles.
Cierto es que el desánimo me duró “lo que duran dos peces de hielo en un whisky on the rock” y que si hubiera podido estirar mis mini vacaciones uno o días más, hubiera vuelto a ser lo que era, el rey de los bufetes libres (ahora servidos)
En fin, experiencias que va recopilando uno para el que algún día será el gran libro de mi vida. A mis cuarenta y nueve, aún no me da para escribirlo aunque de momento aprendo de nuestros grandes y afamados autores y de nuestros prolíficos e ingeniosos escritores locales, que luchan por hacerse un hueco en el mundo editorial, con cada vez más éxito. Yo me conformo con que de vez en cuando, me dejen seguir escribiendo artículos de opinión, que son como los pimientos del padrón, que unos “pican” y otros “no”.

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