Doctora, ¿se está muriendo mi encina?

  • 20 enero, 2023
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Doctora, ¿se está muriendo mi encina?

Hace unos días recibí este mensaje en el móvil: “¿Se está muriendo mi encina?”, escrito por alguien que mostraba un sentimiento a caballo entre la alarma y la tristeza. Y es que, aunque cueste pensar en las plantas como seres vivos sintientes, también con ellas establecemos vínculos afectivos; y sobre todo con aquéllas que, de una manera u otra, han formado parte de nuestras vivencias y nuestros recuerdos. Y es que esta centenaria encina, me contaba mi interlocutor, había sido testigo mudo de cientos de meriendas en su niñez, aprovechando la espesa sombra que ofrece en todas las épocas del año. A la angustiada pregunta adjuntaba una foto de las hojas del árbol, repletas de bultitos a modo de tumores, que hacían presagiar lo peor. 

La encina o carrasca (Quercus rotundifolia Lam.) es una planta de la familia de las Fagaceae, y pertenece a un grupo al que se denomina, de una manera informal, “quercíneas”. En él se incluyen todas las especies del género Quercus, tanto las de hojas caducas –en general referidas como “robles”–, como las de hojas perennes –encinas, coscojas, alcornoques, etc.– Éstas últimas son árboles y arbustos que forman parte de la vegetación más madura en nuestros ecosistemas mediterráneos, lo que se conoce como “el bosque esclerófilo mediterráneo”; aunque una explotación continuada de estos bosques a lo largo de los siglos y unas reforestaciones masivas con pinos carrascos (Pinus halepensis Miller) a principios del siglo XX, ha distorsionado nuestra forma de percibir los ecosistemas maduros de montaña de nuestro alrededor. 

Una característica común de las “quercíneas”, además de la producción de bellotas, es precisamente la presencia de agallas en sus hojas. Las agallas vegetales, también conocidas como fitomas o cecidios, son un crecimiento anómalo de una parte de la planta inducido por otro organismo, en muchas ocasiones insectos, como es el caso de la encina; pero se reconocen hasta 15000 especies de organismos inductores de estas deformaciones, que incluyen virus, protozoos, hongos, nemátodos, etc. Son tantas que existe una disciplina encargada en exclusiva del estudio de estas deformaciones, a la que se llama Cecidología.

Casi cada una de las especies del género Quercus tiene su agalla particular. En el caso de la encina, el insecto que “pica” en ciertos órganos de la planta es una pequeña mosca a la que llaman Dryomyia lichtensteinii (F. Löw, 1878). Los adultos son voladores, se aparean y ponen sus huevos en los brotes tiernos de la encina, los huevos eclosionan y las larvas se desplazan por las hojas, alojándose en su interior y produciendo una sustancia que induce la formación de las agallas en el envés –la parte inferior– de las hojas; estas agallas, que en realidad son un tipo de tejido tumoral que produce la planta para protegerse, son redonditas u ovoides. La pequeña larva se alimentará y permanecerá dentro de la agalla hasta el final del invierno, pupará y el adulto emergerá por el haz –la parte superior– de la hoja, momento a partir del cual se puede observar un agujerito en cada agalla por la parte del haz cuando ya están vacías.

Diagnóstico para la encina de mi interlocutor: favorable. En principio no es un gran problema para ella tener este tipo de agallas en sus hojas; sólo cuando la infección es muy severa, en ejemplares débiles o muy longevos, puede ser perjudicial. La erradicación es compleja y aquí también hay que valorar el papel que cada ser vivo desempeña en la naturaleza a la hora de tomar decisiones sobre posibles acciones fitosanitarias. Actuar en un ecosistema natural produce una perturbación que altera el dinamismo que la propia naturaleza desarrolla para llegar al equilibrio entre el entorno y todos los seres vivos que lo habitan. Mi amigo podrá seguir comiéndose la merienda debajo de la encina de su niñez; su encina no se muere, al menos a causa de estas agallas.

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