Un cuento de miedo

  • 7 diciembre, 2020
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Un cuento de miedo

Para Mireia, aquella mañana no era muy diferente a las anteriores. A pesar de que en la tele hablaban de un nuevo día, de que al fin se había conseguido, de que se había derrotado a la enfermedad, a sus cinco años nada de eso tenía sentido para ella. Haría las cosas que había hecho el día anterior y las mismas que repetiría el día siguiente, y el siguiente, y el siguiente.

Era martes y había cole. Eso significaba desayunar temprano, asearse y vestirse, tomar su mochila del almuerzo y salir a la calle camino del colegio de la mano de su madre. Una sucesión de rutinas aprendidas de forma mecánica a fuerza de repetirlas. Solo el fin de semana rompía el molde, pero en su todavía efímero mundo infantil, quedaba una eternidad para el sábado. Así que no merecía la pena pensar en ello.
─¡La mascarilla, mamá! ─le recordó a su madre cuando ya estaban en la misma puerta.
─Hoy no, cariño.
Mireia no comprendía nada. La mascarilla era un elemento esencial de su existencia, tanto como la ropa que la vestía, la bolsa de Pepa Pig donde guardaba el almuerzo o, incluso, el aire que respiraba. ¡Salir a la calle sin ella! Su madre se había vuelto definitivamente loca.
─Pero mamá… ─quiso protestar.
─Ya no nos hace falta ─le dijo aquella acariciando la mejilla que ahora mismo debería estar protegida por la suave tela de la mascarilla.
Ni siquiera un terremoto habría conseguido descolocar a la niña tanto como aquella situación para la que no se sentía preparada. Todo eso en el caso de que hubiera sabido qué era un terremoto. Eso no importaba. Lo que sí importaba, y mucho, era que su madre había decidido salir a la calle sin nada que las protegiera del bichito que todavía campaba a sus anchas.
Sin embargo, al poner un pie fuera, no fue el bichito la que provocó su temor, sino todas aquellas personas extrañas. Todos esos hombres, mujeres y niños a los que, de repente, les había crecido una nariz y una boca. ¿Cómo era eso posible?

Sí, para ser justos debía reconocer que, si su mamá, su papá y ella misma tenían derecho a tener una cara completa, ¿por qué no todas esas personas que se le cruzaban por la calle? Lo sabía, pero aun así, no se sentía cómoda con aquellas sonrisas, con aquellas bocas que se abrían para decir palabras, con aquellos agujeros oscuros debajo de la nariz.
No tenía bastante con el bichito. Ahora debía convivir a diario con todos aquellos seres. ¡Y encima sin la mascarilla! Era horrible. Y ya que su madre no estaba dispuesta a entrar en razón, se lo diría a su maestra. Sí, Raquel sabría lo que hacer, sabría darle consuelo, sabría encontrar una explicación lógica a aquel despropósito. Con esa idea esperanzadora, deseó llegar cuanto antes al colegio.
Se despidió de su madre casi en un suspiro y se dirigió a la fila sin mirar atrás, sin mirar alrededor suyo. Todas aquellas personas extrañas le causaban un temor irracional del que no podía desprenderse. Solo el suelo parecía estar aún en su sitio, así que allí centró su mirada mientras avanzaba.

Levantó los ojos cuando oyó la voz de Raquel, cálida y familiar. Sin embargo, al hacerlo, al mirar directamente a la única persona que, según su creencia, podía transmitirle consuelo, no se encontró con ella, sino con una desconocida. Hablaba como Raquel y vestía como Raquel, pero no era Raquel.
La situación no podía empeorar más. Aquella desconocida pretendía llevarla al aula. Y no solo eso. Quería que la acompañara junto a todos esos pequeños monstruitos de nariz y boca que habían sustituido a sus compañeros de clase. ¡Qué desfachatez! ¡Qué miedo!.

Se quedó paralizada, incapaz de dar un paso. Cuando la copia de su maestra se percató, decidió acercarse a Mireia. Se agachó y con un dedo la obligó a que alzara la vista. Solo entonces, cuando miró a los ojos de Raquel, cuando vio ese brillo familiar que solo refulgía en ellos, la niña se dio cuenta de que no era la protagonista de un cuento de miedo, sino uno de magia. Y esa magia le había dado a todas las personas un rostro completo, como el suyo, como el de sus papás.
─Eres más guapa ahora ─le dijo a la maestra.
Raquel sonrió y aquella sonrisa le iluminó la cara de una manera que fascinó a Mireia. La niña le devolvió la sonrisa. Luego, la tomó de la mano y ambas se encaminaron al interior del edificio

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