Spam electoral

  • 4 junio, 2019
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Spam electoral

SPAM. Esa palabra tan moderna, tan fina, tan anglosajona para resumir lo que en términos generales y sin ningún tipo de complejo podríamos denominar basura. Sí, basura; y aunque se tiende a circunscribirlo al ámbito del correo electrónico, no es menos cierto que está presente, y mucho, en todos los terrenos del universo internáutico, incluidas esas redes sociales de las que tanto tiramos a diario.

Pero centrándonos en materia de mails, por fortuna aquí disponemos de una vía de escape: esa papelera virtual a la que van a parar todos los mensajes que, según algún tipo de logaritmo que se me escapa, son considerados sospechosos por el propio sistema. De esta manera, se realiza una criba que nos permite sortear con más o menos éxito esa basura que, en el mejor de los casos solo es molesta; en el peor, lleva implícita una estafa de imprevisibles consecuencias.

¿Pero qué pasa con la vida real? ¿Qué ocurre con el correo físico, el de toda la vida, ese que parece en vías de extinción? Me temo que por ahí no tenemos modo de librarnos. Desde hace ya algunos años, las comunidades de vecinos disponen a la entrada de sus edificios de una bandeja metálica donde debe —aunque no siempre lo haga—, recalar toda esa publicidad que atestaba hasta no hace mucho nuestros buzones.

Sin embargo, por motivos que también ignoro, la propaganda electoral no se queda en esa especie de cortafuegos, sino que traspasa el umbral y se cuela en dichos buzones. Contra ese spam no hay nada que hacer. Y sí, es molesto; y también, en la mayoría de los casos encierra una estafa de imprevisibles consecuencias.

Si echamos mano de la RAE, esta institución nos dice que spam es el correo electrónico no solicitado que se envía de forma masiva e indiscriminada. Abundando más en la expresión, encontramos que, en el último de los tres posibles supuestos que provocan que un correo adquiera la etiqueta de basura, se indica el envío masivo de mensajes que no solo no han sido solicitados, sino tampoco autorizados. ¿Hay definición más precisa para la propaganda que nos llega en tiempos de elecciones?

Los partidos políticos son conscientes de que, en la mayoría de los casos, los folletos y papeletas enviados acabarán en la papelera o en el reciclaje sin ni siquiera ser abiertos. Pero eso a ellos no parece importarles mucho; eso y el coste ecológico que lleva consigo; eso, y el dispendio económico que supone. Al fin y al cabo, del dinero que vale enviar toda esa propaganda, poco o nada va a salir de sus bolsillos.

La ley electoral obliga a las administraciones públicas a costear de nuestros impuestos una parte importante de ese envío masivo e indiscriminado, ese bombardeo molesto y no solicitado que, en algunos casos, puede suponer muchos miles de euros. Así que, entre subvenciones oficiales, cuotas de afiliados y donaciones de simpatizantes, se costea una manera de hacer campaña invasiva que nos llena el buzón de información estéril e invitaciones nada veladas a que apoyemos la causa de unos u otros.

Es verdad que el Instituto Nacional de Estadística te ofrece la posibilidad de autoexcluirte de este spam físico. Pero la cuestión no es esa. La cuestión es que no debería ser el ciudadano el que se viera en la obligación de desautorizar algo que previamente no ha autorizado.

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