De personas y demonios

  • 29 octubre, 2020
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De personas y demonios

El mundo de la escritura me ha permitido conocer a muchas, grandes personas con las que comparto afición en unos casos, siento admiración en otros y, de los más, me gusta presumir de su amistad. Puede parecer, no obstante, que como muchos de esos lazos se han creado a través de las redes sociales, tienen más de artificio que de realidad. Es posible, como también lo es que, a diario, personas a las que conocemos, miramos a la cara, con las que compartimos tiempos y espacios, terminan por decepcionarnos igualmente (o nosotros a ellos, que, como decía aquella máxima de Ramón de Campoamor, todo depende del cristal con que se mira).

Entre mis amistades literarias internáuticas, una de las más recientes es Pilar, de quien ignoro el apellido pero sí conozco el mote que la define en este mundillo: “La Eremita”. El motivo del apodo tiene detrás una anécdota que no viene al caso comentar, pero sí que cuenta con un espacio propio, Desde el Redondal, donde además de recomendar libros, ella y sus colaboradores exponen reflexiones profundas y de gran calado.

Hace unos días, Pilar, en un ejercicio de sinceridad, escribía sobre las sensaciones pasadas y presentes que le había provocado el cuidado de su madre, enferma de Alzheimer, y su muerte tras cinco años de lucha. “Ha sido duro, agotador, desesperante en muchos momentos. Para ambas. Ojalá no hubiera pasado, pero pasó, y repetiría cada minuto, hora, día, semana o año a su lado si me necesitara”. Son palabras que te dejan sin aliento.

Decía Pilar que cuando alguien le recomendaba que tenía que vivir, siempre contestaba lo mismo: “Vivo”. Porque, para ella, “la parte fundamental de la vida es el amor y el amor es estar cuando te necesitan”.

La publicación de su artículo honesto, demoledor y catártico, vino a coincidir con las imágenes en televisión de la denuncia a algunos cuidadores de centros de mayores que, aprovechando su posición, habían sometido a un trato vejatorio a varios ancianos. Son imágenes que no nos gustan ver, que nunca querríamos que se produjeran. Por desgracia, el mal habita entre nosotros y se viste de cotidianeidad.

Es cierto que son los menos, pero en una profesión vocacional como esa, no tendría que ser ninguno. Voy más allá: nunca la indefensión o la debilidad deberían ser motivo de abuso sino de protección, de empatía, de la humanidad más desmedida que se pueda imaginar. Pero supongo que no podemos pedir algo de perfección en un mundo de partida imperfecto.

Puede que los denunciados no sintieran ni un atisbo de duda o de arrepentimiento mientras maltrataban a aquellos ancianos: puede que, al encontrar el miedo y la impotencia en sus ojos, lejos de sentir lástima, se vieran embargados por algún tipo de placer enfermizo, puede que ahora mismo no sientan nada al repasar mentalmente su repugnante forma de comportarse. Allá ellos. Confiemos en que la justicia, y si no el tiempo, les haga rendir cuentas algún día.

De lo que sí estoy seguro es que, en comparación con ellos, gente como Pilar, que busca en el amor a los suyos la forma más plena de vivir, tiene una existencia verdaderamente feliz y se pueden permitir el lujo de llamarse PERSONA, con mayúsculas.

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